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divendres 16 de març de 2012
LA UNION PROGRESISTA DE INSPECTORES DE TRABAJO
ANTE EL NUEVO MARCO DE RELACIONES LABORALES

El Derecho del Trabajo nace en los países civilizados hace más de un siglo como instrumento del Estado para superar unas relaciones sociales injustas derivadas del desequilibrio existente en la relación de trabajo entre empresarios y trabajadores individualmente considerados. En su raíz está la convicción de que el crecimiento económico debería tener como finalidad la mejora de las condiciones de vida de las personas y no la mera obtención indiscriminada de beneficio. Su objeto ha sido y es poner límites en su ámbito a la estricta aplicación de la ley de oferta y demanda, según la cual, la demanda de trabajo en cada momento (es decir, las necesidades de trabajo humano del sistema) fijaría automáticamente las condiciones de trabajo.

Así, durante muchos años, y no sin enormes esfuerzos, se ha venido avanzando en el reconocimiento de derechos de los trabajadores como los de asociación, huelga, interlocución y negociación colectiva. La democracia occidental se consolidó porque el derecho del trabajo creó un estatus de ciudadanía a la inmensa mayoría de la población. Se ha reconocido también como imprescindible la intervención del Estado en la fijación del marco regulador de la relación de trabajo, de sus condiciones mínimas de prestación y de la protección social. Sin embargo, en las tres últimas décadas se han venido imponiendo las tesis neoconservadoras, en pugna por una progresiva desregulación de la relación jurídica del trabajo, es decir, por el regreso a la relación individual (civilista) entre el empresario y el trabajador: se ha puesto en cuestión el papel y el alcance de los convenios colectivos, se ha negado el poder de intervención del Estado en la regulación y en el control de las condiciones de trabajo o se ha atacado el papel de las organizaciones de los trabajadores.

La definición constitucional de nuestro sistema político como Estado social y democrático de Derecho viene a consagrar muchos de estos avances: desde la obligación de los poderes públicos de promover esos valores y de remover los obstáculos que impidan o dificulten su plenitud, hasta el reconocimiento, entre otros, del derecho a la libertad sindical, a la negociación colectiva o a un sistema público de sanidad, de enseñanza o de seguridad social. Es decir, nuestro ordenamiento asigna al Estado un papel activo en la redistribución y en el avance hacia la igualdad. Y, al mismo tiempo, reconoce como instituciones básicas a los sindicatos de trabajadores y a las asociaciones empresariales en orden a la defensa de los intereses económicos y sociales que les son propios. No está de más recordar, en estos momentos, la importante contribución de los trabajadores y sus sindicatos, hasta ese momento perseguidos, al alumbramiento del sistema de libertades que la Constitución consagró.

El progreso político y social de nuestro país desde la transición democrática no sería explicable sin el continuo ejercicio del diálogo social, de la concertación entre empresarios y sindicatos, a menudo también con los poderes públicos. En las situaciones más difíciles, la negociación y el acuerdo en su más amplia expresión, han constituido la seña de identidad de nuestro sistema de relaciones laborales, incluso cuando en el terreno político se había abandonado la práctica del consenso. Son abundantes los ejemplos de cómo la concertación ha abordado, no sólo el marco de relación de los trabajadores ocupados, sino también la extensión de derechos a los trabajadores desempleados, ya facilitando sus condiciones de empleabilidad, ya la extensión de su cobertura de prestaciones, en un ejercicio responsable y solidario de limitación reivindicativa para los ocupados. En suma, nuestro modelo ha sido perfectamente homologable, incluso con ciertas ventajas comparativas, al de los países de nuestro entorno y no es ajeno a la transformación experimentada por nuestro país, que en los últimos treinta años, no sólo se ha modernizado, sino que ha alcanzado los mayores niveles de crecimiento y de avance social de nuestra historia.

Asistimos, sin embargo, a la ruptura de este modelo de relación. En todo nuestro entorno se ponen en evidencia los cambios que en las últimas décadas se han venido produciendo en las relaciones económicas como consecuencia del avance del neoconservadurismo, que ha condicionado la forma en que la globalización ha tomado forma: ausencia de reglas para los actores financieros, marginación de los Estados como instrumento de redistribución y como responsables de la política económica, desguace del Estado de bienestar, ataque sistemático a las organizaciones de los trabajadores, etc. El resultado es conocido: no sólo

colocan las decisiones que a todos afectan fuera del control democrático,

sino que se rompen todos los equilibrios conocidos. Se alimenta además un artificial enfrentamiento entre colectivos de trabajadores: fijos y temporales, empleados y desempleados, trabajadores públicos y del sector privado, cuando es bien sabido que la responsabilidad de la comparativamente más desfavorable situación de unos trabajadores no reside en el resto, y menos en sus organizaciones representativas.

Así,

La crisis actual es el producto de un proceso incontrolado de globalización e internacionalización económica y financiera en el que se eliminaron los instrumentos de regulación.

El capital internacional (eso que llaman “los mercados”) se ha inclinado por la obtención del beneficio especulativo en actividades de rápidos beneficios pero de enorme riesgo, abandonando el sector realmente productivo, en especial el industrial. Cuando las burbujas financiera o inmobiliaria explotaron, los Estados acudieron con presteza en su ayuda, pero la deuda que adquirieron para ello se convirtió de inmediato en nuevo objeto de especulación.

Las dificultades de los Estados para hacer frente a una deuda a interés artificialmente alto son utilizadas para la imposición de medidas que nada tienen que ver con el origen de la crisis.

Mientras que no se ha dado un solo paso en la regulación de los movimientos financieros internacionales (o en nuevo papel de las autoridades europeas, en lo que se refiere a la zona euro), se impone la reducción del gasto social, el adelgazamiento injustificado del sector público y la agresión a las condiciones de trabajo de los ciudadanos. El resultado es la contracción de la actividad productiva y el incremento desbocado del desempleo. Son los trabajadores quienes ven reducidos sus ingresos y sus derechos sociales. Crecen los impuestos sobre las rentas salariales, mientras que no se tocan los de las sociedades. Las amenazas al papel redistribuidor del Estado constituyen una doble agresión a los más débiles. El telón de fondo es la presión por la privatización de los servicios públicos y las prestaciones sociales, para convertirlas en un negocio privado.

En nuestro país, el efecto de la crisis ha sido especialmente agresivo, en particular en cuanto al aumento del desempleo. Es en este marco en el que se ha desarrollado en los últimos meses la ofensiva de opinión que ha desembocado en la actual reforma laboral. Cierto que hay consenso en que los problemas principales de nuestro mercado de trabajo son la facilidad de destrucción de empleo y la alta tasa de eventualidad y precariedad en la contratación. Pero, frente a lo que se sostiene, la clave para resolver nuestro problema de empleo no reside ni de lejos en nuestra legislación laboral. Todos sabemos que los problemas de nuestra economía tienen su raíz en la brutal restricción del crédito a las empresas, producto de la situación de las instituciones financieras, así como en la contracción del sector público, aparte de las debilidades estructurales de nuestro sistema productivo, que tienen que ver con nuestras inveteradas deficiencias en materia de conocimiento y de presencia de capital y dirección propios en sectores productivos clave, especialmente industriales.

Nuestra legislación laboral no es (era) rígida en absoluto.

Antes al contrario, es la más flexible de Europa, como revelan los datos. Así, en tiempo de expansión, el crecimiento económico y del empleo en España fue el mayor de Europa. Al mismo tiempo, en cuanto de desató la crisis, la pérdida de empleo ha sido también la mayor de Europa: ¿cabe mayor flexibilidad en el ajuste del empleo? Y ello con la misma legislación, la vigente en el periodo pre-expansión. La verdadera rigidez de nuestro sistema se manifiesta sólo en la entrada en el trabajo en momentos de crisis. Es decir, en la dificultad de creación de empleo. Pero la solución no es la desregulación del mercado de trabajo, sino el crecimiento económico, bien problemático en un marco de ausencia de crédito al sector privado y de restricción presupuestaria brutal del sector público.

Este mismo diagnóstico era válido en el momento en que se promulgó la Ley 35/2010 de medidas urgentes para la reforma del mercado de trabajo. Ya entonces nos pronunciamos contra el paquete de medidas del Gobierno que incluían, además, la reducción del sueldo de los funcionarios y del empleo público o la congelación de las pensiones, así como contra la privatización de las Cajas de Ahorro saneadas con dinero público. Y señalábamos que eran medidas injustas y que, en particular, las laborales no conducían a la creación de empleo sino que sólo pretendían

“abaratar el coste laboral, introducir al sector privado en el ámbito de la inserción laboral y desnaturalizar la negociación colectiva”.

Los resultados, desde entonces, nos han dado desgraciadamente la razón: ningún impacto han tenido estas medidas en la creación de empleo.

Pues bien, la reforma que acaba de imponer el Gobierno es la manifestación acabada del pensamiento conservador en la materia: lejos de constituir, como proclama, un equilibrio de condiciones, es la expresión de un nuevo y grave desequilibrio entre empresarios y trabajadores, que poco tiene que ver con el fomento del empleo, y mucho con el establecimiento de un nuevo e injusto marco de relaciones laborales en el que el empresario refuerza su hegemonía a costa de reducir la intervención de los trabajadores y de los poderes públicos. En este sentido, la Reforma laboral es un ataque al sistema de convivencia del que nos hemos dotado los españoles. No pormenorizaremos aquí la referencia a contenidos concretos, que se hallan en nuestra resolución hecha pública con ocasión de la publicación del RD Ley y a la que nos remitimos.

En definitiva, el objetivo real de la reforma no es otro que crear las condiciones para un nuevo impulso a la transferencia de renta de los asalariados a los empresarios que ya se viene produciendo en nuestro país desde hace años.

La reforma constituye además una manifestación de la consciente retirada de los poderes públicos de sus responsabilidades de regulación, pero también de control y vigilancia del cumplimiento de la ley (esta vez en el terreno de las relaciones laborales): desde la supresión de la autorización administrativa en los EREs, y, consecuentemente la reducción a lo meramente formal del papel de la ITSS, hasta las crecientes dificultades de control del fraude en la contratación, lo que afecta de forma directa a la capacidad de acción del sistema de Inspección de Trabajo.

Pues bien, la Unión Progresista de Inspectores de Trabajo no puede estar de acuerdo con estos contenidos. Sostenemos que es necesario el mantenimiento del equilibrio en las relaciones de trabajo como instrumento de progreso; que los poderes públicos no deben abdicar de sus responsabilidades de regulación y control; que, en este marco, las organizaciones empresariales y sindicales fuertes son la condición para el necesario diálogo social; que nuestro objetivo como nación, en el terreno económico, no puede ser, como ya hemos declarado, “competir a base de bajos salarios, precarización y desregulación con países de reciente desarrollo, sino defender los avances del Estado de bienestar, adecuando lo necesario para conseguir mayor estabilidad en el empleo y unas condiciones de trabajo más flexibles mediante mayor participación de los trabajadores y sus representantes y ampliando el ejercicio de la democracia en el ámbito de la empresa”. En la medida que nos corresponda, continuaremos trabajando, desde nuestra responsabilidad como funcionarios públicos, para que estas ideas se abran camino en beneficio de nuestra sociedad. Es necesario salvaguardar el diálogo social. En la tramitación parlamentaria posterior a la convalidación del RD Ley pueden y deben incluirse las propuestas sindicales que permitan modificar sus elementos más lesivos.

La reciente convocatoria de huelga para el próximo día 29 de marzo, más allá de la expresión del desacuerdo con los elementos fundamentales de la reforma, tiene como objetivo precisamente recomponer el clima de diálogo y concertación para conseguir una reforma acordada. Es un objetivo que compartimos, por lo que expresamos nuestro apoyo a la convocatoria.

Madrid, 16 de marzo de 2012

UNION PROGRESISTA DE INSPECTORES DE TRABAJO



 
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concepció&disseny;: miquel garcia "esranxer@yahoo.es"